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  • Foto del escritorCuatro manos

El Rito

Como cada fin de mes y pese a estar ya jubilado, On Peiro bajaba al pueblo que no estaba muy lejos del fundo donde todavía trabajaba.


Lo hacía semi -emperifollado. Su pinta no era ni la mejor, pues el trámite al que iba no era ni tan importante; ni tampoco era la pior, pues la diligencia tampoco era despreciable: pantalón grueso de lanilla, grano de pólvora los mentaban, zapatos engrasados pues todavía quedaba invierno, camisa blanca, chomba verde tejida por la Juana - su señora-, el paltó castellano gruesecito y el sombrero de media ala negro. Su mejor pinta la tenía reservada para cuando se casara la María, su única hija a la cual quería con toda el alma o para alguna otra ocasión que lo ameritara. Pero esta vez la ocasión era otra. Se trataba del Pago, así con mayúscula. El Pago. El reconocimiento a sus años de imposiciones por los mismos años trabajados en el fundo como regador, reconocido como de los buenos. A mi l’agua no me hace leso ni en el mate, solía decir On Peiro, jactándose de lo habiloso que era en lo suyo.


El viaje lo hacía a pie, o si tenía suerte lo llevaba algún vehículo de los que escasamente transitaban por esos embarrados o polvorientos caminos, según fuera la estación.


La jubilación se la había tramitado una señorita que trabajaba en el pueblo que era Visitadora Social. On Peiro se había noticiado de ella y le habían dicho que era buena con el papeleo. Y así no más fue. Al cabo de un año de haber principiado los trámites, su pensión estaba lista, contaba On Peiro orgulloso de lo que había logrado. A la Señorita le regaló un par de pollos del año, un queso de los que hace la Señora Juana, y una docena de huevos fresquitos, por los trámites. Él era hombre agradecido.


On Peiro llegó al pueblo como a media mañana, se dirigió como de costumbre a la oficina de pago, hizo la fila, llegó a la ventanilla y recibió la fabulosa suma correspondiente a su pensión. La tomó, la contó, separó algunos morlacos y el resto lo puso en una bolsita de plástico, la cual dobló cuidadosamente y guardó en cartera interior izquierda del paltó.

Con paso cansino y casi de memoria se dirigió al único restaurant del pueblo. Quedaba en la calle del medio cerquita de la plaza.


Como de costumbre y como hacía todos los meses, ingresó al local, se acercó al mesón, buenas -dijo a modo de saludo- y pidió lo de siempre. Una malta con harina. Se fue a sentar a la mesa de siempre, la que quedaba en el rincón, en la semipenumbra. Se sentía cómodo ahí, pocos lo veían y su vista dominaba todo el lugar.


El mozo, cantinero y dueño del local, le trajo en una bandeja de aluminio redonda su pedido y “las herramientas” para preparar la malta con harina; un potrillo (un vaso grande), un frasco con harina tostada, el azucarero y una cuchara sopera. Con la habilidad de siempre el mozo, cantinero y dueño del local, destapó la malta y se retiró.


On Peiro agradeció y miró con regocijo la bandeja y todo lo necesario para iniciar el rito.

Abrió el frasco, tomó la cuchara y colocó varias cucharadas de harina en el potrillo, dos de azúcar y revolvió los dos productos en seco para que se mezclaran y quedaran homogéneos, una vez logrado esto, tomó la malta y vació con delicadeza y devoción la mitad del contenido, sus labios adquirieron una expresión de fino deseo y medida ansiedad. Con la mano izquierda tomó el potrillo y con la derecha cogió la cuchara y comenzó a revolver suavemente hasta que la harina, el azúcar y la malta se unieran en un matrimonio indisoluble y armónico. Una vez logrado esto se llevó la cuchara a la boca y probó con satisfacción su obra de arte. Cambió el potrillo de mano y con la otra tomó la botella de malta como cuando un niño toma su juguete para que nadie se lo vaya a arrebatar. No era un gesto mezquino, sino el deseo íntimo de poseer la seguridad de que esto es mío y lo voy a disfrutar.


Se empinó el potrillo y bebió con gozo hasta la mitad del contenido, chasquió la lengua y con una sonrisa apenas perceptible manifestó su satisfacción. Fue solo un instante, vació el resto de la botella en el potrillo, revolvió de nuevo el contenido y de un solo trago bebió el resto del brebaje. Chasquió la lengua nuevamente y con un contenido Ahhh!!!dio por terminada la función.


El rito había concluido.

Se puso de pie, se acercó al mesón, canceló el consumo y se retiró del lugar.

Hasta este otro mes, se despidió desde la puerta.

Rubén Jerez O.

Julio 2020

Agradecemos la fotografía de Max Contreras https://www.instagram.com/mcn_fotografia/

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